El último día poníamos algunos
ejemplos que ilustraban en qué consistía un comportamiento o actitud
racionales. Y, entre esos comportamientos o actitudes, incluíamos los que
obedecían a lo que podríamos llamar ‘la razón lógica’, actitudes como la
aceptación del mejor argumento, el rechazo de las malas argumentaciones o la no
aceptación de ciertas ideas que no están bien fundamentadas o no tienen algún
tipo de evidencia. Esto excluye el racismo, el sexismo y el clasismo, por
ejemplo, de los comportamientos racionales, ya que no solo los argumentos
aducidos en su favor son objetables, sino que, además, no hay ninguna buena razón
o evidencia a favor de ellos. Este último punto me parece importante para
desacreditar estas actitudes, pues, a menudo, para que una mente abandone sus
prejuicios (en general) es más útil que se dé cuenta de lo absurdo y gratuito
de sus ideas que no que intente aceptar de entrada y sinceramente las ideas
contrarias.
Esto, al menos en parte, explica
por qué mentes privilegiadas como Nietzsche, Schopenhauer o Kant, por no mencionar
a los pensadores antiguos, han caído de pleno en comportamientos y actitudes
que hoy muchos consideramos absurdos. Aunque la racionalidad es una facultad
que los seres humanos poseemos en toda época y lugar, no es algo dado
totalmente ni separado de los condicionantes externos. Debemos estar siempre
alerta y luchando contra ciertas inercias irracionales que nos rodean. Es
importante notar que se trata de una cuestión de voluntad y de lucha, no de
clarividencia; como hemos visto, ser inteligente o talentoso no implica ser
siempre racional ni estar a salvo de los prejuicios. La clave es cuestionarse
hasta las ideas más arraigadas en cada momento para valorar con honestidad si
están de acuerdo con la razón. Y nunca pensar que nuestra inteligencia o cierta
gracia que poseemos nos va a librar de las creencias irracionales. Hay que
persistir en un escrutinio perpetuo de las creencias.
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