A veces se oye hablar de especies invasoras (o invasivas) y generalmente en un tono negativo pues, según se dice, los
individuos de estas especies desplazan a los de las especies autóctonas, acaban
con ciertos cultivos o modifican de alguna otra manera el entorno natural en el
que se introducen. (Sin olvidar tampoco que, entre los efectos indeseables que
producen, casi siempre están cuantiosas pérdidas económicas para el ser
humano). Los casos del mejillón cebra y del caracol manzana, por ejemplo, se
han hecho populares por estos lares en los últimos tiempos. Del discurso sobre
las especies invasoras (al menos, el difundido por los medios de comunicación)
siempre me han sorprendido varias cosas.
Asumiendo, entonces, que, al menos
a veces, las especies venidas de fuera han desplazado a otras locales o han
causado algún tipo de daño al medio natural, lo destacable es que estas especies
consideradas invasoras han sido introducidas en el medio, voluntariamente o no,
por el hombre. Y esta es la segunda cosa que me sorprende del discurso
alarmista sobre las especies invasoras: el hecho de culpabilizar a estas
especies de cierto deterioro cuando los verdaderos culpables somos nosotros. De
nuevo, lo mismo es aplicable al caso de las
otras personas, los venidos de fuera: es absurdo culpabilizarles de nuestro
empobrecimiento, pues somos nosotros, los del llamado ‘primer mundo’, los que
les hemos empujado a venir y hasta les hemos obligado a ello cuando les hemos
necesitado.
El tercer factor sorprendente detrás
de este discurso es que ¡es el ser humano el que está catalogando a las otras
especies de invasoras! Sin duda,
parece un mal chiste. ¿Hay alguien en todo el planeta más invasor que el Homo sapiens? Hemos arrebatado su
hábitat natural a muchas especies animales y vegetales, contribuyendo
decisivamente a su extinción, hemos modificado de manera irreversible el
entorno en el que vivían otras especies antes que nosotros, ¡hasta hemos
modificado algunas especies! Seguramente es natural en el ser humano la
tendencia al especismo[1], pero
que el Homo sapiens hable del caracol
manzana, pongamos por caso, como de una especie altamente perjudicial para
algún ecosistema es hilarante.
Por último, la propia idea de que
hay especies de fuera y especies autóctonas se hace, en el mundo
globalizado de hoy en día, cuando menos algo rara. Si nos parece bien que el
hombre se haya expandido a terrenos que un día no habitó, ¿por qué nos parece
mal que lo haga cualquier otra especie? ¡Ah, un momento!, que esto tampoco
sucede siempre: nos pareció, y nos sigue pareciendo muy bien, que especies como
el tomate o la patata se extendieran a regiones en las que no surgieron. Porque
el planeta es uno y es para todos, ¿no?
[1] La idea de que las otras
especies animales son tan inferiores a la nuestra que merecen una consideración
totalmente diferente (desde la negación de derechos para esos individuos hasta
el reconocimiento de nuestro derecho a usarlos como queramos).
No hay comentarios:
Publicar un comentario