viernes, 14 de marzo de 2014

La solidaridad como objeto de consumo

Hoy en día la solidaridad se ha convertido en un producto de consumo más: se anuncia por la tele, hay diferentes opciones para elegir la forma en que queremos ser solidarios, hay diferentes modas o tendencias que se van sucediendo tanto en los formatos (como la moda de enviar mensajes telefónicos a un número) como en el destinatario de la solidaridad (ahora toca ayudar a las víctimas de tal catástrofe natural, ayer tocaba ayudar a los refugiados de tal conflicto y mañana, otra cosa). No voy a centrarme en la hipocresía de estas campañas (a veces apoyadas por organismos oficiales que están en el origen mismo del conflicto para el que piden solidaridad), en su inutilidad general (no son más que parches a muy corto plazo y con efectos limitadísimos), ni en sus intereses ocultos (desviar parte de los fondos recaudados para causas muy poco solidarias). Tampoco quiero destacar el modo en que, a menudo, nos venden el producto solidario: usando el sensacionalismo (por ejemplo, con imágenes morbosas). Otras veces, nos lo venden mediante el espectáculo (como en el caso de los telemaratones y demás, que tanta vergüenza ajena provocan). Quiero reflexionar sobre otros dos aspectos, menos comentados y más nocivos, que se derivan del tratamiento de la solidaridad como algo que se compra y se vende.

El primero es que, si consideramos la solidaridad como un bien de consumo, la estamos considerando como un producto, igual que otro producto cualquiera del mercado, que nos venden para satisfacer una necesidad (pues en eso consiste ser un bien de consumo). Ahora bien, ¿qué necesidad estamos satisfaciendo al comprar un producto solidario? Que cada uno, en conciencia, intente responder esta pregunta. No se trata sólo de la sospecha de que cualquier acto de ayuda o solidaridad sea, en el fondo, interesado (pues esto sería así desde el inicio de los tiempos), sino de que hoy en día nuestra idea de ayuda y solidaridad se reduce a dar dinero y ese acto ya nos da derecho a sentir que hacemos algo y a sentirnos aliviados (como el alivio que siente el que devuelve parte de un dinero que ha robado). En definitiva, como no somos solidarios, necesitamos comprar la solidaridad para sentirnos mejor.


El segundo aspecto que me gustaría apuntar es la consideración, por parte de algunos, del comercio de la solidaridad como un mal menor. Según esta opinión, aunque vender la solidaridad como un producto más de consumo rápido y venderla apelando a lo más sensiblero o morboso no es lo ideal, es mejor que nada. Es la misma idea que hay tras el discurso según el cual, puesto que el actual sistema de cosas es el que es y no parece que se pueda cambiar, y dado que no va a ser por principios un sistema respetuoso con el medio ambiente y las personas, entonces lo mejor (=lo menos malo dentro de todo) es conseguir que salga rentable ser respetuoso. Así, por ejemplo, uno de los argumentos que los defensores de las energías renovables consideran más potentes a favor de su causa es que el uso de esas energías es realmente más rentable que el uso de otras fuentes de energía tradicionales. Puede ser que consideren que este argumento es potente sólo de cara a convencer a quienes quieren convencer (pues el argumento de la rentabilidad es, en nuestro sistema, un buen argumento). Pero defender la solidaridad apelando a su rentabilidad es una mala justificación. O, al menos, es una defensa en los términos incorrectos que puede llegar a viciar nuestra visión. Que cada uno piense cuál es el mejor argumento para defender la solidaridad con otros seres humanos.

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